CARLOS ALBERTO VITELLESCHI

 
Nací en un pequeño pueblo de la Provincia de Santa Fe, llamado Elortondo y desde muy pequeño me acompañó el duende de la palabra y de la música, diría que desde antes de nacer.

Mi madre cantó siempre. Había sido cantante de una orquesta típica y característica. Así se denominaban en los años ’40 las agrupaciones musicales que recorrían los pequeños pueblos de provincia (en este caso, Santa Fé) y que llevaban en su repertorio tangos, valsecitos y canciones de la época y de todos los tiempos.

Cuando dejó esta actividad para formar una familia, siguió cantando en la Iglesia de mi pueblo natal. La recuerdo en el atrio, junto al armonio, entonando con encendida emoción el Ave María, en la mitad de una ceremonia matrimonial. También formaba parte del Coro Parroquial.

Al mediodía, luego del almuerzo y cuando realizaba las tareas de la casa, yo escuchaba su dulce voz al compás de un tango y por las noches nos cantaba a mi hermano y a mí canciones litúrgicas para llamar al sueño que aún palpitan en mi corazón. Un recuerdo imborrable.

Por eso digo siempre que crecí con “la liturgia del tango y los arrabales de Dios”, como una forma de sintetizar y forjar esa alquimia tan particular.

También mi padre contribuyó a mi inclinación por la música; gracias a él conocí a Piazzolla, en la época en que este grande de la música era resistido por la mayoría de la gente. El me decía que había que prestarle atención: era algo nuevo, un soplo de aire fresco para la música popular.

Mientras tanto, la lectura de revistas de diversos géneros nutría nuestro crecimiento, a tal punto que tanto mi hermano como yo ingresamos a la escuela primaria prácticamente sabiendo leer y escribir, gracias a esa costumbre que introdujeron nuestros padres de manera natural y sin forzarnos a practicarla.

Mis recuerdos de las primeras reuniones familiares están vinculados necesariamente a la música. En las sobremesas, era frecuente el improvisado “show”, con mi madre accediendo al clásico pedido (“cantate algo, Delia”), y luego la seguía yo, habida cuenta de que ya me convocaban en los actos escolares para cantar.

Recuerdo que a los 8 años entoné con todo vigor y sentimiento “El arriero va…”, de Atahualpa Yupanqui, en el festejo del Día de la Tradición y ha quedado un testimonio fotográfico de ese acontecimiento.

Paralelamente, y tal vez como resultado de cierta impostación natural que fue tomando mi voz desde chico, junto al ejercicio de la lectura, fui desarrollando el gusto por la lectura en voz alta, sin pensar que con el tiempo podría encauzarla hacia el ejercicio de la profesión de locutor. Fue el Director de una radio del pueblo que, casualmente (por mejor decir, causalmente), me detuvo un día en la calle, me hizo una pregunta a la cual respondí de manera espontánea.

En realidad, según me confesó posteriormente esta persona, fue algo así como una prueba de voz para contratarme en esa emisora, muy rudimentaria y propia de aquélla época y en aquellas regiones: la clásica propaladora, que instalaban grandes bocinas en las esquinas para transmitir sus emisiones. Yo tenía 15 años, y ese fue mi primer trabajo. Fui locutor, musicalizador, y redactor de avisos e informativos. Gran experiencia, sin duda, que acompañó prácticamente toda mi formación de la escuela secundaria y contribuyó a la economía familiar.